Desde nuestra infancia, hemos crecido con los relatos de Tarzán, el niño abandonado en la selva y criado por animales. A lo largo de su crianza, comenzó a adoptar sus comportamientos. En la realidad, existen casos documentados en todo el mundo que apoyan esta idea. Esto ha llevado a algunos científicos a preguntarse qué sucedería si se adoptara el enfoque inverso: introducir un animal desde una edad temprana e integrarlo en una compañía humana. ¿El resultado sería que el animal adoptaría comportamientos humanos, o es el comportamiento innato y relacionado con la genética?
Ante la falta de una respuesta definitiva, era esencial probar este concepto de manera práctica a través de una experiencia única realizada por una pareja de psicólogos en los años 1930, Winthrop y Luella Kellogg. Decidieron adoptar un bebé chimpancé llamado Gua y hacerlo vivir con ellos junto a su propio bebé, Donald, y observar los resultados.
La experiencia comenzó dos años antes de su realización práctica, cuando Winthrop Kellogg obtuvo su doctorado en psicología de la Universidad de Columbia y enseñó en la Universidad de Indiana en Estados Unidos. Al inicio de su carrera, estaba fascinado por la idea de los «niños salvajes» criados en ambientes no domesticados. Tenía muchas preguntas sobre lo que sería un individuo que crece sin lenguaje humano, ropa o conexiones con otros humanos. Aunque hubo algunos casos de niños salvajes que supuestamente salieron del bosque, estos no fueron suficientes científicamente para responder a una pregunta importante en psicología en ese momento: ¿la naturaleza o la crianza es el factor principal que moldea la vida de un individuo?
Esta pregunta fue el motor de la experiencia de 1931, realizada en el apogeo del movimiento eugenésico, que afirmaba que las deficiencias mentales e intelectuales eran siempre naturales y hereditarias, y no adquiridas. Esta ideología se reforzó en 1927 cuando la Corte Suprema de los Estados Unidos dictó que las personas con discapacidades mentales podían ser esterilizadas por la fuerza. El objetivo del experimento con el chimpancé y el niño era refutar esta teoría al demostrar que el entorno era más crucial que la genética y que la crianza era la clave para influir en la personalidad.
La experiencia tenía como objetivo determinar si un chimpancé podría desarrollar rasgos humanos si se criara en un entorno humano. Gua, una chimpancé hembra de 7,5 meses procedente de Cuba, fue introducida en la familia Kellogg y colocada con su hijo de 10 meses, Donald. Fueron tratados como hermanos, usando la misma ropa, siguiendo los mismos entrenamientos, comiendo la misma comida y participando en las mismas actividades. Todo esto fue supervisado de cerca por los Kellogg y otros investigadores, que realizaron comparaciones y documentación detallada.
Como parte de su observación, Gua y Donald fueron sometidos a pruebas regulares para monitorear diversos factores, como la inteligencia y el comportamiento. Los resultados fueron algo sorprendentes para los Kellogg. Al principio, Gua mostró una inteligencia superior a la de Donald, superándolo regularmente en las pruebas. Comenzó a caminar erguida y a usar utensilios, desarrollando expresiones faciales similares a las de los humanos. Mientras tanto, Donald tuvo dificultades para seguir el ritmo de Gua. Sin embargo, muchos consideraron que las habilidades avanzadas de Gua eran naturales, dado que su crianza en la naturaleza requería inteligencia para sobrevivir. En comparación, los bebés humanos son impotentes hasta que alcanzan un nivel suficiente de desarrollo cognitivo.
Después de su primer año, Donald comenzó a superar a Gua, ya que el lenguaje empezó a jugar un papel en su crecimiento y desarrollo, facilitando las pruebas de rendimiento para él. Sin embargo, Gua continuó destacándose en actividades físicas como correr y escalar. Los Kellogg esperaban que Gua no pudiera hablar como un humano simplemente porque vivía entre humanos, pero esperaban que pudiera comenzar a imitar el habla humana. Esto no ocurrió. En cambio, comenzaron a notar algo más interesante: su hijo Donald comenzó a imitar los comportamientos y sonidos de Gua. Empezó a luchar con Gua de una manera que se asemejaba más al juego de chimpancés que a las interacciones típicas de los niños. Aprendió a espiar a la gente bajo las puertas y a morder y arrastrarse como un chimpancé, incluso después de aprender a caminar. Esta imitación generó preocupaciones de que Donald podría verse más influenciado por los comportamientos de los chimpancés que por las características humanas. Temiendo que Donald se convirtiera en un chimpancé en lugar de que Gua se convirtiera en humana, los Kellogg decidieron poner fin al experimento después de nueve meses.
Al final del experimento, los Kellogg documentaron sus hallazgos en un libro titulado «El Mono y el Niño». Afortunadamente, el experimento fue aprobado en ese momento. Una experiencia similar hoy en día podría generar preocupaciones entre científicos, defensores de los derechos de los animales y servicios de protección infantil. En cuanto a Gua, fue devuelta al centro de primates del que había sido adoptada. Lamentablemente, falleció menos de un año después de la separación de su «hermano» debido a una neumonía. A pesar de su muerte, sus contribuciones a la psicología siguen siendo significativas, y esta experiencia única aún es reconocida y apreciada hoy en día.